Cuando el Papa Francisco me ralló …
Fue hace algunos años que fui, con mi editorial, a Roma, para presentar el "Auto-de-fe, La Iglesia ante la inquisición de la opinión pública"(Aletheia, 2012), una extensa entrevista conducida por Zita Seabra. La sesión se llevó a cabo en el Instituto de San Antonio, con base en los anexos de la hermosa iglesia del mismo nombre, que es el símbolo de la presencia portuguesa en Roma. Por mucha gentileza de Mons. Ferreira da Costa, ambos fuimos después invitados a cenar en la Casa de Santa Marta donde, como es sabido, vive también el Santo Padre.
Es amplia la casa de cena de Santa Marta, pues está pensada para acoger a todos los eventuales residentes, que son muchos en determinadas ocasiones, como los cónclaves, los consistorios y los sínodos. Hay una zona reservada al Santo Padre, en un extremo de la sala, en la que sólo se sienten sus colaboradores o invitados; los demás comensales ocupan las otras mesas. El recanto papal permite cierta privacidad, aunque no hay separación individual: de cualquier otro lugar de la sala se puede ver al Santo Padre y quien lo acompaña en la comida. Quizá incluso si pudiera oír su conversación, pero, por delicadeza, nadie se acerca tanto que pueda cometer esa inconfidencia.
Al contrario de lo que es de la praxis en los banquetes oficiales, en que la persona principal es la última a llegar y la primera a salir, el Papa llega cuando le conviene y sale también cuando termina su comida, aunque haya quien llegue y salga antes o antes más tarde. También está establecido que, si el Papa entra o sale, o se levanta durante la comida para servirse en el bufé, nadie más se pone de pie, pues sería confuso que todos los presentes se levantar y sentarse todas las veces que Francisco lo hiciera. (Si se me permite una confidencia, para mí fue mucho más vergonzoso ver entrar al Santo Padre y seguir sentado, cuando me parecía de la más elemental educación ponerse de pie … Pero, como dice el dicho: 'en Roma, sé romano! ').
Habiendo llegado antes del Papa, salimos también más temprano, con el propósito de hacerle una 'espera' a la puerta de la casa de cena. En efecto, cuando Francisco abandonó la sala, en compañía de los dos o tres colaboradores con quienes había cenado, me dirigí precipitadamente al Santo Padre y, con una rodilla en tierra, le besé la mano y el anillo pontificio, mientras me presentaba . El Papa me acogió con su acostumbrada afabilidad, pero me reprendió por aquel mi gesto espontáneo de devoción por el vicario de Cristo, diciéndome que debía arrodillarse ante el Santísimo, pero no de él. Cuando me disculpe, sonriendo, que tampoco era caso para tanto y después, siguió el camino de regreso a sus aposentos, cruzando el espacioso vestíbulo, no sin antes despedirse de los recepcionistas que estaban de servicio esa noche.
Este breve episodio, que fue para mí tan agradecido y edificante, viene a propósito de unas imágenes que se volvieron virales en las redes sociales, sobre la ida del Papa Francisco al santuario mariano de Loreto, el pasado día 25 de marzo. En los saludos que entonces de los fieles presentes, muchos intentaron besarle la mano y el anillo, pero Francisco, que inicialmente no se opuso a ese saludo, después no quiso que lo hicieran, retirando la mano, a veces hasta de forma un tanto brusca. Quien venga sólo estas últimas imágenes, puede quedarse hasta un poco escandalizado con lo que parece ser una actitud poco amable del Santo Padre para quien, con esa actitud reverente, quería expresar su fidelidad a Pedro y su amor a la Iglesia.
Los críticos del Papa Francisco aprovecharon este episodio para atacar en las redes sociales, censurando la aparente incivilidad de su gesto. Afortunadamente, otros hubo que alabar lo que era, al final, una actitud de desapego de las vanidades humanas, que subraya el carácter de servicio del ministerio de quien es el siervo de los siervos de Dios. Algunos vaticanistas quisieron hasta que la sala de prensa de la Santa Sede se pronunciara sobre el caso, lo que no hizo, tal vez para no avolumar la polémica.
Cada romano pontífice es un hombre de su tiempo y, por eso, es natural que algunas costumbres papales sufran alguna evolución: a nadie sorprende que el Santo Padre se desplaza en automóvil o avión, hable por la radio, Internet y vea la televisión. También tiene su modo propio y muy personal de realizar su misión eclesial: Francisco, tan pronto como fue elegido, no quiso usar la murcia de púrpura, ni la estola de los apóstoles Pedro y Pablo, para su primera bendición a los fieles, que aguardaban el nuevo obispo de Roma en la plaza de San Pedro. De hecho, apareció en la logia de la basílica con toda la simplicidad, estrenando la sotana blanca y con la cruz pectoral del Buen Pastor.
También por razón de esa misma simplicidad franciscana, que adoptó como marca propia de su pontificado, no quiso que a su nombre nuevo se añadiera, como se suele hacer en relación a los reyes, la designación de primero. También no se alojó en el apartamento pontificio, no por una cuestión de pobreza – varias veces refirió que ese espacio no es lujoso – sino porque prefiere vivir en comunidad, como es propio de los religiosos. Sus predecesores asistieron a los ejercicios espirituales de la curia vaticana en una tribuna aparte, pero Francisco prefiere sentarse en medio de la asamblea, en un lugar cualquiera, como otro participante en el retiro. Hace gala de entrar en el avión cargando su propia pasta negra, para vincular que su misión es de servicio y no de poder o, mejor dicho, de un poder que es sobre todo servicio.
Los estilos son gustos que no se discuten. Hay que tener la suficiente libertad de espíritu para aceptar que cada uno tenga el suyo, y la apertura necesaria para aceptar opciones que no coinciden con nuestros puntos de vista. Por ejemplo, sería disparatado ver en esta reflexión una actitud crítica hacia el Papa Francisco, o su magisterio: la fidelidad a Pedro y sus enseñanzas es incuestionable para un católico coherente, pero esa lealtad institucional no debe confundirse con dogmatismos inmovilistas en relación a lo que es histórico y opinable. Si la Iglesia no pudiera evolucionar en los modos como realiza en cada momento su misión sobrenatural, el Santo Padre actual debería traer a la moda de un pescador de Galilea del siglo primero y, como Pedro, hablar arameo … Lo mismo se dice de la liturgia : la Misa según San Pío V es, sin duda, excelente, hasta porque reformulada por un Papa santo, pero no fue ese el primer modelo de celebración eucarística, ni tiene por qué ser el último, ni el más perfecto …
Hay, sin embargo, un límite objetivo a la libertad en el modo de cada cual desempeñar su ministerio en la Iglesia: la responsabilidad inherente a esa misión eclesial. Aceptar un cargo – que en la Iglesia, más que un honor o privilegio, es una carga – es aceptar también todo lo que implica ese servicio: el titular de un Estado munus eclesial puede prescindir de todo lo que es accidental, o meramente personal, pero no tiene el derecho de renunciar a derechos que son deberes de su cargo. El Papa, sea quien sea, tiene obligaciones que son inherentes a su estado y que, por eso, no puede irrespetar. Como se suele decir, noblesse oblige.
Eduardo VIII de Inglaterra quiso casarse con quien le apetecía y tenía, ciertamente, el derecho de hacerlo, pero no como monarca. Por eso, tuvo que abdicar de la corona británica, para unirse a la mujer por quien se había apasionado. Mutatis mutandis, los Papas, al tener una misión de jefatura y de servicio universal, también tienen que aceptar las exigencias derivadas de su singular ministerio, como Francisco ha hecho, así como sus predecesores en la sede petrina. Como vicarios de Cristo, deben imitar a Jesús de Nazaret, que lavó los pies a sus apóstoles, el traidor incluido, pero también aceptó, a pesar de la crítica de los fariseos, ser aclamado triunfalmente a su entrada en Jerusalén.